miércoles, 10 de marzo de 2010

La mascota

Esta es la historia de una mentira chiquita, creada por un señor gordo, a la que de a poco le crecieron las patas. Asi se convirtió en una mentira enorme, gigantesca, que volteaba cualquier verdad que se estuviera en su paso.
Con sus largas patas recorrió el mundo entero  y, donde pisaba, su huella profunda quedaba grabada en la tierra y en la memoria de los que alli vivían. Así, su presente era eterno: con su fuerza atronadora,  forjaba en el presente los caminos futuros, y con hipnótica oratoria cambiaba secretamente los hechos del pasado, los desfiguraba y transformaba, los manejaba a sus antojo, tornándolos confusos. El horror vivido no lo había sido tanto, la miseria actual era sólo un paso hacia un futuro de abundancia. Y mientras tanto, sus patas crecian, sus pasos eran más largos y veloces como epidemias.
Un día, el señor gordo la llamó de vuelta a casa: ya había recorrido toda la tierra. Su misión estaba cumplida. La palmeó en la cabeza, le dió unas galletas, y le regaló una alfombra para que durmiera una larga y merecida siesta. 

La vida es sueño

Y esta es la historia de un hombre que a las cuatro años entró en estado de coma. Su familia, desesperada, impotente, vió como los años corrían desde los pies de la cama, mientras el niño dormía. Cuando finalmente despertó, sólo su hermana más chica había sobrevivido. Sentada a su lado lo miraba con ternura. El la miró y le dijo:
-Qué linda vida he tenido.
Después, cerró los ojos y murió. 

domingo, 28 de febrero de 2010

Hombres


A  G.G.B


Me bajé con el  colectivo todavía en movimiento, dando un saltito. Me quedé parado en la esquina unos segundos, encendí un cigarrillo, le di dos pitadas y busqué la altura de la calle. Estaba a  unas siete u ocho cuadras. 
Las caminé despacio, para no llegar transpirado y  todo colorado.  Así que crucé por  la rotonda, seguí hasta el tercer semáforo como me habían indicado, hice 4 cuadras y doblé a la izquierda. Llegando a la esquina, en  la mano de enfrente, sentado sobre el medidor de gas me esperaba mateando el Zurdo. 
Nos saludamos con un abrazo. Cruzamos el jardincito ignorando a una radio que sonaba y a los perros que me olfateaban,  y entramos a la casa. Enseguida sentí olorcito a asado, y me alegré de haber comprado un buen vino tinto. El Zurdo agarra la botella  y me hace que no con la cabeza
- Pero para que gastas, boludo- me dice riéndose. 
Se lo veía contento al Zurdo. Siempre le gustó el buen chupi. Yo  lo conocí en el bar donde paraba cuando llegué a Buenos Aires,  jugando al truco.  Le debo haber caído simpático de entrada, porque pronto nos hicimos amigos. Esto fue hace unos cuantos años, así lo conocí. 
 _ ¡Hola, Nene!- me dice Susana, la mujer del Zurdo, y me toca el pelo, y las mejillas, y sonríe, y lo mira al Zurdo y sonríe- ¡pero Nene, qué lindo que estás!
 - No le digas Nene- acota el Zurdo inútilmente.
 Susana a mí me llama Nene, desde siempre. Nene, tenes cara de hambre, me dijo cuando la vi por primera vez, una noche que el Zurdo me llevó a su casa a dormir, y desde ese momento me dice Nene. A mi un poco me gusta que me diga Nene, aunque el Zurdo después la corrija.
Cruzamos el living, Susana desaparece por el pasillo, y yo sigo con el Zurdo camino al jardín. 
Nos sentamos a unos metros de la parrilla, donde unas achuras se doran lentamente. El Zurdo me pregunta por la barra del bar mientras descorcha la botella que traje, y yo le cuento más o menos en qué anda cada uno, que  ayer se murió el Negro Lorenzetti, y que Mecha Corta hace tiempo que no aparece, en fin, un pantallazo rápido. 
El Zurdo se para y va hacia la parrilla, prende un pucho y se pone revolver un poco las brasas con un hierro, y mientras se agacha  para mirar mejor, me pregunta:
 _ ¿ Y vos?
 _  ¿Y yo qué?
 _  Que en qué andas, ¿te metiste en algún problema? – sugiere bajando un poco la voz.
 _  Pero no, che. ¿No puedo venir a visitarte acaso? 
 _ Pero más vale que podes, no te pongas así, che – sigue revolviendo las brasas, y algunas chispas se escapan con el humo. Hace una pausa, y hablándole a la parrilla escupe
 _  Pero igual vos tenés cara de andar con algún  entripado. 
No hay caso, cuando al Zurdo se le mete algo en la cabeza no hay quien se lo saque. Es cabezadura el Zurdo.



Mi problema se llama Verónica. La conocí hace unas semanas cuando entró al bar a saludar a Marcela. Y  me mató. El pelo suelto caía sobre la camisa de seda azul, sin mangas, y una pollera larga hasta el piso envolvía sus piernas. Parecía medio hippie. Delgada, con los pechos chicos y firmes, su nariz extraña era parte de su mirada, una mirada negra que combinaba con su pelo azabache. No llevaba sostén. Fue verla y saber que me gustaba. 
Se sentó un rato a la mesa, pero habló más que nada con Marcela. Igual una o dos pavadas le dije, pero entre Marcela que no dejaba de hablarle, y el baboso de Esperanza haciéndose el galán, la verdad que mucho no pude hacer. Cuando se despidió me dijo
 _ Chau Martín – y juro que su mirada se detuvo en mi por un segundo, un segundo más de lo normal, más que el que le dedicó a Esperanza, por ejemplo.
Al día siguiente en el bar le pregunte a Marcela si Verónica estaba sola, y cuando me dijo que sí, le pedí que me la presente, que arregle una salida, algo. Me dijo que bueno, y me pareció que no estaba muy convencida. El tema es que los días pasaban y Marcela no decía nada. Un día le recordé mi pedido y me dijo que sí, que no me preocupara. Pero no pasó nada. Pero la suerte estaba de mi lado porque el cumpleaños de Marcela caía el sábado siguiente, y tenía esperanzas de encontrar a Verónica ahí. 
Así que el sábado lo llamé a Joaquín, le explique la situación, y le pedí que me acompañara a lo de Marcela. 
_  Dale, vamos –me dijo Joaquín. 
Nos subimos a la bala de plata y en minutos estábamos en la esquina de Santa Fe y Talcahuano, a media cuadra del departamento de Marcela.   Cuando llegamos, en la penumbra se distinguía un montón de gente en el living, y el humo de cigarrillo ocupaba casi todo el espacio libre, pese a que el ventanal estaba abierto. A través de las cortinas que bailaban con el viento, tres tipos conversaban en el balcón tomando whiskey. Un grupo de chicas conversaba en el pasillo, mientras tres parejas bailaban despreocupadamente. La música estaba demasiado fuerte, y por momentos parecía que las paredes vibraban. No se escuchaba casi nada. Un poco de olor a porro se colaba desde atrás de alguna puerta. Una verdadera fiesta. A Marcela se la veía contenta y activa, recorriendo la casa todo el tiempo, charlando un poco con cada invitado, brindando por sus  veinticinco abriles.  Choqué mi copa con la Marcela, y le desee un feliz cumpleaños. Conversamos unos minutos, y después ella continuó con su tour doméstico. 
En la pared opuesta, cerca de la ventana que da a Arenales, estaba Verónica charlando con una amiga. Tenía puesto un enterito negro que le cubría el cuerpo como un guante, con un escote en el pecho, y una cadena muy brillante, de eslabones grandes y finos, plateados, que hacia de cinturón marcando su cintura. Tenía el pelo suelto y, por supuesto, no llevaba sostén.
Después de un rato nos fuimos con Joaquín hacia el  centro del living, donde estaba la mesa con las bebidas, y quedamos bastante más cerca de la ventana. Ya iba por mi tercer whiskey y lo estaba sintiendo. A Joaquín de lo veía bien, entonado, pero bien. En un momento, giré mi cabeza hacia el rincón para ver lo que estaba haciendo Verónica, y cruzamos miradas e hicimos como un saludo cada uno inclinando un poco nuestras cabezas y sonriendo levemente. Eso fue todo lo que obtuve esa noche: cuando no estaba hablando con un tipo, la agarraba una amiga para que la acompañara al baño, o había que soplar las velas, o sacarse fotos, o irse de repente.
Me tomé un par de whiskeys más. En el pasillo lo vi a Joaquín  seduciendo a una sombra, me lo quedé mirando un rato, y me dio un poco de risa, no sé por qué.  Busqué la puerta y me volví a casa contrariado. Me sentía como con bronca, con mala suerte. Me sentía un cagón, también. 
No fui al bar por unos días. El viernes me llama  Joaquín y me dice:
 _  ¿Dónde andabas, che?
 _  Acá, que sé yo, laburando...
 _  Pero dejate de joder, te estuve esperando en el bar para contarte. Escuchá: la mina con la que estaba yo la conoce un poco a Verónica: tiene veinticuatro o veinticinco años, es fotógrafa, pero onda artista ¿viste? estudia teatro... -y me cuenta todo esto con tono de voz bajo, casi susurrando, y me causa gracia escucharlo a Joaquín haciéndose el detective privado- parece que se peleó con el novio hace unos meses -agrega.
 _  ¿Algo más?- le pregunto medio en joda. Y Joaquín se da cuenta que lo estoy cargando, y me dice:
 _  ¡Anda a cagar, boludo! Te traigo la posta y me jodes...
 _  Pero no, Joaquín, no te enojes. Gracias por los datos, en serio. Hablemos mañana en el bar – le digo, y cortamos.
Al día siguiente, en el bar, me encontré con Marcela, que estaba impresionada por lo mal que lo había visto el martes al Negro Lorenzetti.
 _ No paraba de toser- repetía Marcela. Después hablamos un poco de política, pedimos otro café, y  en un parate de la charla aproveché para felicitarla por la fiesta:
 _  Che, estuvo buenísima la fiesta- le dije.
 _ Sí  ¿no? 
 _ Sí, muy linda – y después otro silencio invade por unos minutos la mesa. Finalmente me decido y hablo:
 _ Marce, tenés que hacerme un favor, tenés que arreglarme una salida con tu amiga Verónica – y me incorporo un poco sobre la silla, inclinándome hacia delante sobre la mesa, haciendo fuerza con los codos.
_ No sé...  -dice Marcela- viste como es Verónica. No le va a gustar esa cosa de la salida armada. Mejor que todo sea más casual, que se dé si tiene que darse –afirma mientras tira el humo del cigarrillo hacia el techo.
 _ Qué? –no puedo creer la pavada que me está diciendo.- ¿pero cómo querés que la encuentre en esta ciudad? ¿con telepatía?
 _ Mirá, si querés te doy el teléfono y la llamás vos, pero ya te digo que no se va a enganchar. Es otra onda ella – y termina su frase y gira bruscamente la cabeza hacia la ventana, y se queda mirando la calle. Y en eso llega Joaquín, la saluda a Marcela que aprovecha ese saludo para despedirse de los dos, y se va. Se va y no me da el número de teléfono, y siento que no voy a poder acercarme a Verónica nunca.



 _ Así que fotógrafa –repasa el Zurdo mientras revuelve las brasas y pincha las achuras y las coloca en una fuente plateada.
 _  Fotógrafa – confirmo. Y en eso llega Susana con unos panes caseros humeantes
 _ ¿Quién es fotógrafa? - pregunta interesada - ¿quién es fotógrafa? ¿estás de novio, Nene? 
 _  No le digas Nene –murmura el Zurdo, mientras sirve los platos.
 _ Una amiga –contesto- bah, una chica que conocí. Nada importante –agrego, tratando de cambiar de tema de conversación.
El asado estaba muy sabroso, y la noche acompañaba. El Zurdo me contaba contento su nueva vida, mientras llenaba los vasos y le pedía a Susana que subiera un poco el volumen de la música. Me hacía reír con sus cuentos, y la peleaba a Susana a cada rato,  y la otra que se enojaba o hacia que se enojaba.
Cuando terminamos de comer hicimos una fogata en el fondo del jardín usando algunas brasas, y Susana nos alcanzó unos vasos y la botella de whiskey, y nos sentamos un rato a mirar el fuego. 
 _ ¿Cómo te está tratando Manrei? –preguntó el Zurdo como si estuviera chequeando algo.
 _ Super, es un capo –digo, y el Zurdo me mira asintiendo.
 _ Buen tipo -agrega.
El Zurdo me consiguió ese trabajo hace unos años, y la verdad que me salvó. Conoce a mucha gente el Zurdo. Es esa clase de persona que uno invita a cenar y que al entrar al restaurante el mozo lo saluda. Y el Zurdo que nunca aclara nada, no dice yo venia acá hace unos años, o algo por el estilo. Nunca cuenta nada el Zurdo. Lo miro de reojo, con el fuego rebotando en su cara, y lo noto un poco más viejo. Pero se lo ve contento. El tipo se compró esta casita en la provincia, dejó la Capital, el bar, y se retiró.
 _  A disfrutar bien lo que me queda - dijo en la despedida que le hicimos.
En el bar  el Zurdo ocupaba un lugar importante. Jugaba al truco por plata contra cualquiera, pero después hablaba con muy pocos: con  el Negro, el Dandy y Moliné, con Cortázar, el mozo; con Joaquín y el Cantante, y conmigo. A mí un poco me adoptó, en el sentido que me ayudaba siempre, me tiraba puntas, me aconsejaba bien, quizás porque era el más pibe de la barra.
En el bar a veces escuchaba muchas pavadas sobre el Zurdo, pero la verdad nadie sabia que bien que hacía. Sí es cierto que a veces venían a verlo al bar, y el Zurdo se levantaba y se iba a hablar en la mesita del rincón cercano al baño, y que había semanas en las que no aparecía. Hacia muy poco me había dicho que el Zurdo era el cerebro de una banda que había hecho una estafa enorme a una compañía de seguros. Me lo dijo un viejo que paraba a en el bar, López creo que se llamaba. López era un cana retirado, un borracho total con el que había que andar con cuidado porque andaba calzado -un borracho con bodega propia, solía bromear Joaquín-. El otro día me dijo eso, me dijo que el Zurdo se dedicaba a pensar, que desde la mesa del bar él planeaba todo. Yo nunca escucho demasiado a los borrachos, me aburren, así que no le presté mucha atención a López y al rato me cambié de mesa.

El Zurdo se levanta y se dirige  a la casa, seguro que va al baño, pienso. Yo me quedo mirando el fuego,  me doy cuenta que estoy totalmente mamado, y siento que me quedaría así hasta dormirme, lo que significa que es hora de irse. Prendo otro cigarrillo, me pongo de pie, y voy para la casa. La saludo a Susana, le prometo volver pronto y en el pasillo lo espero al Zurdo que está saliendo del baño.
 _  Me voy, Zurdo –le digo, y voy a darle un abrazo, pero me detiene diciendo
 _  Para que te acompaño a la parada del colectivo.
 _  Pero no che, dejate de pavadas...
 _  Ya vuelvo, Susana –dice el Zurdo como si no me hubiese escuchado, y salimos a la calle. Se siente el frio de la madrugada, y con el Zurdo caminamos despacio y pegaditos, como dos chicos yendo al colegio en una mañana de invierno. 
 _ Esta mina, Marcela, anda sola hace tiempo, ¿no? –pregunta de repente el Zurdo
 _ Aja 
 _ Y por lo que yo recuerdo, no está nada buena, no?
 _ Y... la verdad que no- reconozco. El Zurdo se detiene y mira a lo lejos si venia el colectivo. No se veía nada. Encendimos dos cigarrillos, y entonces el Zurdo comenzó a hablar:
 _ Marcela, no te va a ayudar con Verónica. Ponele la firma. ¡Mirá si le va a conseguir un macho a una amiga estando ella sola! No querido, es algo que no va  a hacer nunca. Y como va a ser difícil que consigas un amigo que la entretenga para que vos puedas irte con la amiga, no te queda otra que puentearla.
 _ Pero ¿cómo?
 _  Pará, dejame hablar –me corta el Zurdo- Marcela no te va a ayudar. Punto. Así que hay que sacarla del medio. Primero hay que conseguir el teléfono de Verónica. Pregúntale a Martha, la mujer del Dandy, quizás ella lo tenga. Martha  vende cremas  y maquillaje a las minas del bar, y le vendió a Marcela más de una vez. ¿Viste que los vendedores siempre te piden el teléfono de algunos amigos para ofrecerles los productos? bueno quizás Marcela dio el de Verónica. Si eso no resulta pedile a Cortazar que te lo consiga, y dale unos mangos. Decile que se llama Verónica, que es fotógrafa y que es amiga de Marcela, con eso le alcanza. Es un buen mozo Cortazar, y vivo. Sabe de estas cosas Cortazar. En unos días te lo consigue- y el Zurdo vuelve a mirar si no viene el colectivo, le da otra pitada al cigarrillo, y continua:
- Vos la llamas a Verónica y te presentas: soy Martín el amigo de Marcela, le decís. Con eso te va a ubicar enseguida. La mina va a estar media sorprendida, así que tenés que entrarle por un costado medio legal  al asunto. Prestá atención, acá viene el verso: vos le decis que te contaron que es fotógrafa, y que hace tiempo que tenes una idea en la cabeza, un proyecto, que te gustaría llevar a cabo y necesitas un fotógrafo. Ahí va a picar, si no es por vos por lo menos por curiosidad profesional. Entonces le decís que a vos las fotos te intimidan, que siempre salís mal, que pareces otra persona en las fotos, una persona que no te gusta, que no es la que ves siempre en el espejo. Que es una pavada, porque después de todo no sos modelo, ni nada así, pero que siempre que sacan una foto vos salís mal, y es algo que realmente te molesta. Le decís que crees que eso es por temor a la cámara, y que hace tiempo venís pensando que si alguien te sacara muchas fotos, si te enseñara a mirar a la cámara, si lograra hacerte sacar tu verdadera personalidad, vos sentís que superarías ese problema, y que sería genial para vos solucionar ese tema. Yo estoy seguro que la mina va a entrar. Esto tiene que ver con lo que hace, y tiene una vuelta de tuerca psicológica que a las minas les encanta, sobre todo si son medio artistas. Además vos me dijiste que le habías caído simpático, ¿no? – el Zurdo hace una pausa, como si estuviese recapitulando todo lo que me dijo. Mira nuevamente a lo lejos y esta vez viene el colectivo.
 _  Sí, hace eso –dice sin mirarme- no puede fallar. Después todo depende de vos y de Verónica. – me da un abrazo, tira el pucho al suelo, me guiña un ojo y  cuando está a punto de irse, se da vuelta y me dice:
 _ Si te llega a preguntar dónde conseguiste su número teléfono decile, medio riéndote como con vergüenza, que Marcela no te lo había querido dar, que se había puesto celosa, y que el otro día en el bar aprovechaste cuando Marcela fue al baño para espiarle la agenda. Eso también va a servir, a las minas les gusta hacer sentir celosas a las amigas.- Dada la última recomendación se da media vuelta y se va antes de que me suba al colectivo.
Me siento en el último asiento, cierro un poco la ventanilla y repaso mentalmente el plan. No quiero olvidarme de ningún detalle. Trato de grabar cada palabra, cada gesto. Está comenzando a amanecer. Está bueno el plan. El Zurdo sabe de estas cosas. El colectivo cruza la General Paz, y ya me siento más a gusto. Miro a través de la ventanilla, tengo la imagen del Zurdo revolviendo las llamas con el pucho en la boca, y me vuelve a la cabeza lo que me dijo López aquella noche. 
Antes de bajarme me asalta una duda ¿cuánto debería darle a Cortazar para que me consiga el número?

viernes, 26 de febrero de 2010

Un hombre con un paraguas

Estaba cansado y deseoso de darme un baño que me quitara de la piel el día vivido. Bajé unos centímetros más  la ventanilla; en la radio un, alguien, enumeraba las características del tango, y hablaba del dos por cuatro, de la argentinidad y de la poesía arrabalera. Un pelotudo. ¿Quién en Buenos Aires necesita que le expliquen qué cosa es el tango? Apagué la radio y tiré el cigarrillo por la ventana. El silencio fue un alivio. Doblé por Esmeralda buscando un lugar donde estacionar. Una pareja cruzaba la calle, se los veía bien vestidos,  iban al cine, al teatro tal vez. En la esquina,  tres tipos conversaban en la entrada de un kiosco. El semáforo cambió a rojo,  pisé el freno, esperé unos segundos y miré por el espejo: los tres tipos caminaban al encuentro de la pareja. Sentí un poco de pena por la pareja y  su accidentada salida de fin de semana. El verde del semáforo me dio paso, y seguí mi camino rumbo a Libertador.
Me sorprendieron las primeras gotas sobre el parabrisas, la luna todavía iluminaba la ciudad desde lo alto. No había sospechado  que iba a llover esa noche.  Doblé en Libertador, y crucé Callao rumbo a mi departamento; unas cuadras antes de llegar  sonó mi teléfono, atendí y luego de un segundo se cortó la comunicación. En la vereda de enfrente a mi edificio, casi en la esquina,  había un auto estacionado con los vidrios levemente empañados. Me bajé del auto, saludé al portero de mi edificio, le di las llaves y apresuré el paso tratando de escapar de la lluvia. Fui hacia la recepción a saludar al guardia; me dijo que había recibido correo y que, si me parecía bien, a las 8.30 el servicio de limpieza  iba a ir a mi departamento. Le dije que si. Mientras esperaba que el guardia me trajera la correspondencia, a través de la puerta de vidrio del edificio, vi a un hombre que cruzaba la calle protegiéndose de la lluvia con un paraguas. Vestía un saco de cuero negro, pantalones rectos y botas tejanas. No alcancé a verle la cara. Pronto el guardia regresó con un paquete en la mano. Estaba forrado en un papel metalizado, y envuelto con un gran moño verde. Le pregunté quién lo había dejado, dudó unos segundos y me dijo que no sabía, que cuando él comenzó su turno el paquete estaba en su escritorio con una tarjeta a mi nombre. Me estaba mintiendo. Le agradecí. Tomé el paquete, y caminé por el pasillo rumbo al ascensor. Piso treinta, dije secamente. Mientras el ascensor subía me pregunté quién podría saber que ese día era mi cumpleaños.
Desconecté la alarma, abrí la puerta de mi departamento y encendí las luces. Todo parecía estar en orden. Dejé el paquete sobre la mesa. Encendí los televisores y seleccioné el canal de vigilancia del edificio, afuera seguía lloviendo. Fui a la cocina y me serví un vaso con agua helada. Caminé por el pasillo hasta mi cuarto, me desvestí, dejé el revolver sobre la mesa de luz, y tomé la  primera  versión de Glenn Gould de “Las Variaciones de Goldberg”. Encendí el equipo de audio y sentí al  piano dominando la habitación, el ambiente, el espacio todo. Subí el volumen; no era suficiente,  lo subí un poco más. Caminé hacia el ventanal, lo abrí de completamente y sentí al viento y a la lluvia acariciando fríamente mi desnudez. Salí a a la terraza y me zambullí en la pileta. El agua caliente me envolvió. Nadé unos metros hacia el otro extremo de la pileta., miré hacia arriba y vi a la luna iluminando a la lluvia que caía  en diagonal. Las Variaciones fueron ideadas para sosegar al espíritu; en ese momento, flotando desnudo en el agua, con  las gotas cayendo sobre  mi cara y sobre mi pecho, pude sentirme en paz. Nadé nuevamente hacia el otro extremo, salí de la pileta, entré en mi habitación y cerré el ventanal. Por el televisor vi a una mujer alta esperando junto a la puerta. Parecía que iba a parar de llover.
Fui hacia el vestidor, mientras elegía los calzoncillos me miré al espejo: estaba en buena forma; un dejo de satisfacción empaño el vidrio. Elegí los boxer negros. Me cubrí con una bata de seda negra, apagué la luz del vestidor, y volví a mi habitación. Tomé el revolver de la mesa de luz, le quité las balas, el tambor, y comencé a limpiarlo. Tardé poco menos de 5 minutos; era un 357 Smith & Weson, de seis tiros, fabricado con una aleación de titanio y niquel, que garantiza la mejor combinación de peso, estabilidad y precisión; utiliza balas 38” y 38” especial. Lo cargué, me puse de pie apuntando hacia la ventana y le apunté a mi reflejo. Tuve ganas de disparar.
Fui al living y apagué el equipo música. Las Variaciones me habían saturado. Me serví un  whiskey doble, sin hielo. Lo tomé de un solo trago. Me serví otro, y en un único y armonioso movimiento lo llevé a mi boca y luego lo dejé vacío sobre la mesa, al lado del paquete con el moño verde. Me senté en el sillón, tomé el control remoto y cambié de canal. Un psicólogo hablaba sobre  la paranoia; lo escuché un largo rato, parecía un político hablando sobre la pobreza, dando explicaciones brillantes sobre cómo hacer esto y lo otro. Son todos charlatanes, gente que nunca trabajó en serio, buenos para nada. Cambié de canal seis o sietes veces seguidas. Nada para ver. Apagué el televisor, y dejé caer el control remoto al piso.
Entonces recordé el regalo, el paquete con ese moño verde de tan mal gusto. ¿Quién me lo habría mandado? ¿Cómo supo que ese día era mi cumpleaños? Era un paquete casi del tamaño de un televisor de 29”. El guardia no me había querido decir quién lo había dejado…ya iba a hacer que me lo dijera cuando lo  viera al día siguiente.. Por precaución, decidí no abrirlo. 
Me paré, me acomodé la bata y fui a mi habitación. Abrí un poco la ventana. Seguía lloviendo. Al darme vuelta, en el televisor de mi cuarto vi al hombre del paraguas parado en la vereda de enfrente al edificio, solo que esta vez no tenia el paraguas, aunque seguía lloviendo. ¿Qué clase de hombre deja de usar un paraguas en medio de la lluvia? O se usa, o no se usa un paraguas; con las armas es lo mismo. Ahora llovía más fuerte.
De lo profundo de mí surgió un extraño presentimiento, una  sospecha: había una relación entre ese regalo que estaba sobre mi mesa, y ese hombre que vigilaba mi edificio desde la vereda de enfrente. Pero, ¿por qué ya no se cubría de la lluvia con el paraguas? Los paraguas son enemigos de la acción; debía sin dudas estar  esperando algo, preparándose para actuar, de alguna manera. El paquete sobre mi mesa entraba en esta ecuación, de una forma que hasta ahora no había podido descubrir.
Miré nuevamente el televisor, y el hombre seguía allí, parado, con las manos en los bolsillos de su saco de cuero que debía estar arruinándose bajo esa lluvia torrencial.¿Por qué demonios no se cubría con su paraguas? Recordé la extraña llamada a mi teléfono celular segundos antes de llegar al edificio, el paquete con el moño verde, la mentira del guardia, las idas y venidas  de este asesino en la vereda de enfrente.
Tomé el revolver, desconecté la alarma, abrí la puerta y llamé al ascensor. El viaje hasta la planta baja se hizo eterno. Las puertas se abrieron, y salí casi corriendo del ascensor rumbo a la calle. En el camino se soltó el cinturón de mi bata, que comenzó a flamear mientras corría.. No me importó.. Al pasar por la puerta el guardia se paró de su silla preguntando que pasaba, giré sobre mis talones y le apunté a la frente con mi revolver.. En el espejo del hall pude verme con la bata abierta, el torso desnudo, descalzo y en calzoncillos, amenazando con un revólver a ese mentiroso.
 _ Quedate quieto -le dije- ahora cuando vuelva, vos y yo vamos a hablar.
Afuera, en la vereda de enfrente, apoyado contra la pared, el hombre de negro continuaba observándome..
Salí del edificio, le quité el seguro al revólver, y crucé la calle..

Entredicho

Dos hombres caminan por la orilla del río Uruguay, en un día caluroso de Enero mientras todos en el pueblo observan el mandamiento de la siesta. El cielo abierto no sabe de secretos ni de  hombres, solo contempla  su reflejo en aguas que pronto lucirán turbias, marrones; a lo lejos algunos  teros anuncian una lluvia que llega con unos días de demora.
Uno de los hombres se detiene y  le dice al otro:
 _ Creo que no conviene que te metas, Luis.- lo dice suavemente, y la frase es una reflexión que queda suspendida en el aire. 
Luis se queda callado, con la mirada perdida en las islas que flotan sobre el agua. Toma algunas piedras de la arena y comienza a lanzarlas al río una por una. Patito. Luis recuerda que de chico era campeón de patito; el secreto estaba en tomarse un poco de tiempo para elegir bien la piedra, el resto era práctica. Como si la memoria también estuviera en el cuerpo, el movimiento de su brazo, ese latigazo de costado, lo lleva a la tarde en que tomó una piedra, la lanzó y vio como rebotaba quince veces sobre la superficie del agua antes de perderse definitivamente en el fondo del río; fue durante un paseo con Laura, mientras buscaban un lugar tranquilo donde conversar. Ese acto de destreza lo llenó de seguridad, Laura sonrió y él casi sin dudarlo la besó apasionadamente. Pero la cosa terminó mal porque el padre de ella los sorprendió, y menos mal que él era ligero de piernas –y el padre de Laura un pésimo tirador- porque si no cree que no la contaba ¿cuántos años habían pasado desde aquella tarde?
 - ¿Me escuchás, Luis? – preguntó el hombre, intuyendo que Luis se había perdido en algún lugar.
 _ Sí, sí. Ya sé.- Luis se queda con la mirada fija en el horizonte, sin ganas de continuar con la conversación, disgustado por la irrupción de la realidad en su recuerdo.
Continúan caminando por la orilla, saludan a un pescador, toman un mate que les convida y cambian el rumbo, dirigiéndose hacia los árboles en busca de un poco de sombra.
 _ ¿ Y vos que vas  a hacer? –pregunta Luis, buscando en la respuesta de su amigo una certeza, un punto de referencia.
 _ Nada. Todavía tengo para aguantar un tiempo. Me voy a ir unos meses al campo, a mirar las vacas y ver crecer el pasto. ¿Por qué no  venís conmigo? –Luis hace un gesto negativo con la cabeza, y mira al frente, pensativo- Pero vamos,  veni conmigo al campo che!, de paso podes practicar un poco de tiro... que mal no te va a venir –Luis mira de reojo a su amigo y casi se rie.- Vamos, venite al campo...
 _  No. Estoy seguro, es algo simple, sin complicaciones.
 _  No seas boludo!
 _  ¿No escuchas que no hay riesgo? ¿estas sordo?
 _ No, me estas hablando como un pelotudo. Parece que fueras un gil de esos que quiere salvarse en un día. ¿Viste uno de esos giles? Bueno, uno de esos pareces ¿No aprendiste nada todavía?
El hombre mira el suelo un segundo, y cuando levanta la cabeza lo mira a Luis y le dice: 
 _ Y guardate esa mirada para otro, ¿me escuchas? ¿o qué te pensas?, gil, porque vos sos un gil –aclara-, ¿que me vas a hacer arrugar? ¿qué no te voy a decir lo que pienso?
La mirada de Luis se pierde nuevamente en el río mientras el  silencio se interpone entre ellos. De repente hace más calor. Luis saca dos cigarrillos, los enciende y le alcanza uno a su amigo.
 _ Gil –murmura su amigo, y Luis lo mira de reojo, y casi se rie nuevamente. Luis termina  su cigarrillo y lo mira a su amigo, que fuma como masticando su enojo, y le toca la nuca con la palma de la mano.
 _ Gil –repite el otro, ya casi para sus adentros.
Luis señala con el mentón el camino hacia la costanera, se incorporan, y  escupiendo al suelo casi simultáneamente,  retoman la caminata bajo la sombra de lo árboles. 

Como abrazado a un rencor

El reloj de arena observa el principal mandamiento de todo reloj: mortificar a los hombres. La necesidad de medir el paso del tiempo responde simplemente al vértigo masoquista que produce el alejamiento de los orígenes, como el que sienten los astronautas cuando están lejos de la Tierra, o el de los marineros en altamar. Festejar el cumpleaños es uno de los pocos  actos de superstición que sobrevivió a la modernidad sin el amparo de una religión. Se festeja aquello que tememos. Las velas que soplamos son los fósforos que vamos quemando y que negamos guardar en la cajita. Esa arena que cae en el reloj es el tiempo escurriéndose por nuestras manos, inasible. El reloj lastima nuestra alma, clavándole espinas bajo las uñas. Por eso yo tampoco uso reloj, porque medir el paso del tiempo es medir nuestra muerte. Sí, el reloj de arena también  cumple con ese cometido. Pero el reloj de arena, bastardeado por el backgammon y otros juegos de mesa, tiene una virtud, una pequeña e invalorable ventaja sobre sus familiares: su misericordiosa tregua. En algún momento la arena deja de caer, y el tiempo se detiene.
El bar de la calle Rodney existe. Lo vi hace algunos años, mientras viajaba en un colectivo rojo hacia algún lugar de la Capital. Está en una esquina, sobre una de las calles que bordea el cementerio de la Chacarita, tal cual lo dice la canción de La Portuaria. Recuerdo que al verlo sonreí, me alegró que existiera, y  es quizás una estupidez porque esa verdad no hace más linda la canción, lo sé, pero en cambio ubica al bar en la frontera con lo irreal.  Sé, también, que existen muchos otros bares con canciones en su honor, pero eso no me importó en ese momento; lo cierto es que  ese día a bordo del colectivo rojo me alegré cuando lo vi, y  ahora  un taxista o aprendiz de taxista o un taxista improvisado, me lleva rumbo a ese bar. No se bien por que hago esto. Joaquín me diría, como a uno de sus pacientes, que en realidad voy en busca de ese muchacho que miraba el bar a través de la ventana del colectivo rojo, o alguna pavada por el estilo que suene más o menos creíble. Mejor no  pensar mucho las decisiones, termina siendo una gimnasia que se inmiscuye en mi inconsciente y que sabotea aquellos actos que me resultan difíciles de enfrentar. Así es, los impulsos dan aire fresco a nuestras vidas. Quizás también por eso las mejores  noches son las que surgen por casualidad, sin planearlas demasiado. Salir a la calle y mirar para las dos esquinas, y elegir cualquiera.
Cuando entré al bar me invadió el escepticismo. Es un bar con televisión encendida. Después de algunos años aprendí a identificar los lugares en donde las cosas suceden, donde las mujeres están receptivas y la noche comienza en cualquier momento. Este no parece ser uno de esos lugares. Las mesas que dan a la calle están ocupadas, y los únicos lugares libres en la barra son los que están frente a la caja. Me ubico entonces en una mesa libre que está a tres o cuatro metros del centro de la barra y pido un whiskey. Es un ambiente ruidoso, y hay olor a vino en el aire. Lógico. El lugar está lleno de hombres emborrachados que hablan a los gritos y ríen desaforadamente, alentados por el vino de la casa que en forma inverosímil se sirve en unos pingüinos de cerámica marrón. Hay pocas mujeres en el bar, y la mayoría está en pareja. Tres divorciadas festejan su soltería en un mesa en el rincón del fondo, cerca de la puerta lateral, y dos chicas se hacen las interesantes en la barra, fumando compulsivamente. Se acerca el mozo balanceando sobre su cabeza una bandeja plateada con la botella de whiskey y un vaso con hielo. Deja la botella en la mesa y cuando va a servir la medida le digo:
 _ Sin hielo –el mozo me mira uno segundos mientras yo enciendo un cigarrillo, pone el vaso de vuelta en la bandeja y da media vuelta y se va, mostrándose molesto por el nuevo viaje hacia la barra.
Algo de la Chacarita se filtra a través de las ventanas y las paredes de este bar, como si el perfume de todas las mujeres fuese de claveles; o todo se tratara, en realidad, del festejo de una muerte. Siento que en este lugar todos son viudos y viudas que fingen no serlo, como descansando por un rato de esa pesada carga.
Vuelve el mozo con el vaso vacío, lo apoya sobre la mesa y me sirve una medida mientras me mira. Cuando termina de servir, y está yendose, suelto :
 _ Y dejame la botella –el mozo deja la botella en la mesa, y retrocede mordiéndose los labios para dar después media vuelta y volver a la barra.
El whiskey me tranquiliza, me saca los nervios y me da lucidez. Tomo dos o tres vasos y mis pensamientos fluyen mientras miro a la barra, a esas dos chichas, y me acuerdo del Zurdo y su teoría:
 _ Cuando son dos –decía el Zurdo- tenés que fichar primero a la más fea. En serio, a la más fea –aseguraba.
 _ Como la amiga se sabe más linda, le va a hacer gamba a la fea que por fin se le da –explicaba entusiasmado.
 _ Entonces –continuaba- le hacés el entre a la fea como para que se forme una conversación de a tres. Después de a poco le empezás a dar bola a la otra, a la más linda. De a poco, sin abandonar a la fea –dice mostrando las palmas de las  manos, como pidiendo calma.
 _Y después ya sí –remataba- una vez que le caiste bien a la linda, a la fea no le das más bola. Listo. Las feas saben bien quién está más arriba en el ranking de la belleza. Las lindas también. –decía- Es como un pacto instintivo que domina sus relaciones y desmaterializa los conflictos que pudiera causar esa derrota en el campo del amor. La presencia de la fea estimula inconscientemente a la linda a cumplimentar la conquista sexual –proseguía- facilitando así el levante –terminaba el Zurdo con una sonrisa igual a la  de un profesor cuando termina la demostración un largo teorema matemático.
El Zurdo tiene mucha teorías. Yo no sé si son todas ciertas, pero sé que algunas sí funcionan. Y a Julieta me la levanté siguiendo un consejo del Zurdo. Y Julieta fue la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
 _ No vaciles –me dijo una noche, mientras meábamos en el baño del bar. Apretó después el botón para que el agua cayera en el mingitorio, se dio media vuelta y se fue.
Ese mismo consejo después lo escuché varias veces.
Así que termino mi vaso de whiskey, y me sirvo otro. Me levanto y me acerco a las dos chicas de la barra.
 _ Hola, soy Martín – les digo, mirando a la fea.
Nada más fácil que seducir a mujeres que quieren ser seducidas. La receptividad. La maravillosa receptividad.
 _ Esa actitud femenina de predisposición para el encuentro –define como un docto Joaquín cuando alguien es introducido al tema.
La fea es fea. Ni siquiera es fea: es fofa. Medio gordita, rubia, de risita nerviosa. Y la linda es linda y no mucho más, no le sobra nada tampoco.
Conversamos animadamente, mientras fumamos y bebemos de la botella de whiskey que traje de la mesa.  Hace un rato le toqué la mano a la fea. El contacto de manos es importante. Lo segundo en importancia después del contacto visual.
 _ ¿No tomaste mucho vos? –me pregunta la fea mientras me sirvo otro trago. Y me hago el gracioso, y le digo:
 _ Que le hace una lancha más al Tigre.
Y se ríen. No se si me entienden, pero se ríen. Y la rubia me mira callada, y se ríe mirando el fondo de su vaso. Puedo ser encantador cuando me lo propongo. La fea me mira con cara de boba y asiente. Está fascinada conmigo. Es hora de comenzar a piropear a la linda.
Pasa el tiempo y me siento estancado. Los temas se agotan. Me aburro. Y decido llevar la conversación hacia discusiones picantes. Y la fea se sonroja, y la linda sonríe callada. Ya le guiñe un ojo a escondidas de la fea. Y sé que me vio, porque sonrió callada de nuevo. La fea está borracha, debe estar buscando coraje para lo que cree puede ser una noche de romance. Tengo ganas de que todo se termine de una vez, de dejar de fingir y decirle a la fea que se vaya de una buena vez, que no moleste más.
De repente la linda se levanta y se va al baño, y nos deja solos. Y noto que la fea me está mirando fijo a los ojos. Tiene una cara de boluda bárbara con intenciones de seducción. La situación me resulta insostenible, estoy podrido. Nos quedamos callados. Yo mirando el fondo de mi vaso, sintiendo la mirada de ella sobre mi frente, esperando que vuelva la otra.
Empiezo a dudar. Creo que no fue al baño. Se fue con la cartera. Sí, para mi que la mina se fue para dejarme solo con la amiga. Es una trampa. 
Me doy cuenta que no quiero esperar más, y prefiero terminar con esto, y le pregunto en voz baja:
 _ ¿Vos me harías un favor enorme? –me escucha con atención, y sonríe con curiosidad, y pregunta
 _ ¿Qué cosa?
 _  La verdad que me encanta tu amiga –le digo casi sonriendo- no sé..¿me darías su número de teléfono para invitarla a salir?  -la mina se me queda mirando con la sonrisa congelada. Y  en sus ojos puedo ver que está a punto de quebrarse, como si sintiera que le quité todo, y se levanta, y toma el resto de whiskey que le queda en el vaso y se me acerca al oido y me susurra:
 _ Vos sos un hijo de puta.
Apoya el vaso en la barra, agarra la cartera y se va del bar. Algunos tipos que están cerca me miran en silencio. Yo miro para la barra y  busco mi vaso. El mozo se acerca para dejarme la cuenta, cuando me la quiere entregar le digo:
 _ Traeme hielo – doy media vuelta, y le doy la espalda, y apoyo los codos sobre la barra.
Es cierto. Soy un hijo de puta.
Pero no siempre soy así. En mi la tristeza provoca maldad. Y me pregunto que hago yo metido acá esta noche. ¿Cómo llegué a sentirme así? ¿Qué están haciendo los años conmigo? Me incorporo, me doy vuelta, y miro mi imagen en el espejo que está detrás de la barra. Me apoyo sobre el codo izquierdo y levanto mi vaso vacío.
 _ Feliz cumpleaños, Martín –le digo a mi imagen.
Vuelve el mozo con el hielo.  Me sirvo un whiskey y le doy un trago y lo saboreo mientras el mozo espera impacientemente que le pague la cuenta. Es tarde y quiere irse. Siento que está al borde de estallar. Termino el vaso, y lo dejo vacío sobre la barra. No le puse hielo. Le doy dos billetes, y espero el vuelto, lo cuento, y lo guardo en la billetera. Alargo la espera. Cuando está punto de irse, saco cincuenta pesos y se los doy como propina. El tipo me mira confundido, pero enseguida su rostro se transforma y me sonríe, e inclina un poco la cabeza, y me agradece:
 _ Gracias, muchas gracias –dice, y se aleja hacia la caja. Un enojo de cincuenta pesos.
Me da lástima. Me paro tratando de no perder el equilibrio. Estoy aturdido. Quiero salir de este lugar despreciable repleto de enojos baratos. Camino tres pasos, empujo la puerta, salgo a la calle, y me subo a un taxi. 

Sinsentido II

La alternativa era decidirse. Saltar o caer. Decidió saltar para abajo. En el camino, dejó una carta en el buzón del vecino junto con la factura de luz impaga. Mientras la velocidad crecía, y el tiempo se detenía (A.Einstein, científico alemán), recordó a su profesor de dibujo, el manco González, que utilizaba el compás para rascarse el muñón. A su abuela el turrón se le pegaba en lo dientes, y de niño una de sus distracciones preferidas era ver cómo el turrón se deshacía en el vaso de agua, cuando su abuela ponía la dentadura en remojo. Es que el hinojo no les gusta a los conejos viejos. Lejos. Más allá, más acá. Los cangrejos, lejos, van para allá, y después para acá. No se deciden, no saben si saltar o si caer. Algunos caen, y en el campo las viejas dicen que llovía tanto que caian cangrejos del cielo, se lo cuentan a sus nietos que no escuchan, sino  que miran absortos sus dentadurass en vasos con agua, mientras el turrón se deshace. Volvi atrás, como los cangrejos, pero quiero ir más allá, sólo que no me decido, no tengo alternativa. No quiero saltar. No quiero caer. Pero lhay que escoger; hay que saltar, o hay que caer : no se puede estar toda una vida viendo cómo el turrón se deshace en un vaso con agua.

Bar "El Río"

Entré al bar a las ocho en punto, sabiendo que ella ya se había ido. Hacía mucho frío y yo estaba hambriento, así que busqué rápido una mesa vacía y luego me desplomé sobre la silla. Me quedé así unos minutos, sin siquiera mirar el menú; estaba agotado, había tenido un día infernal. En otras mesas ya estaban cenando y el olor de la comida me dio aun más ganas de comer. Había pocas mesas desocupadas, y los mozos corrían hacia la cocina, llevando las bandejas repletas de platos y botellas.
Afuera anochecía.
Llamé al mozo, ordené unos tallarines y encendí un cigarrillo. Esperé el plato saboreando un vino tinto que me habían recomendado esa misma tarde en la oficina. Era un rico vino. Pronto pedí otra botella; mis tallarines tardaban en llegar. Seguía pensando en ella, y decidí escribirle una carta justificando nuestro desencuentro que sentía que podía ser el último (habíamos quedado en encontrarnos en ese bar a las seis), El vino me había inspirado y la pluma corría rápidamente por el papel. Habíamos planeado tomar un café juntos, acordando casi una especie de reconciliación…Pero yo me demoré en el centro (siempre me demoro en el centro) y ella debió haberse cansado de esperarme… No debí retrasarme; hay ocasiones en las que uno no debe equivocarse. Sentía que esta vez no tenía arreglo.
Cuando el mozo finalmente se acercó a mi mesa ya casi no tenía hambre; el alcohol y la angustia me la habían robado. Pero los tallarines tenían tan buen que terminé acomodando mi servilleta sobre mis piernas, y me serví otro vaso de vino. Le hice un comentario al mozo sobre la tardanza y no me contestó, pero me miró extrañado. Cuando comencé a servirme noté que su reloj marcaba las siete y veinticinco, y comprendí que la puntualidad no era una de las virtudes del lugar. Probé los tallarines, eran casi tan ricos como los de mi casa.
Mientras comía con ganas continué escribiendo. Cada tanto releía las líneas y las corregía, tachaba y reescribía, aunque sabía que era inútil, pero no me importaba; lo valioso era el intento. Luego de terminar mi plato encendí con placer otro cigarrillo. En la mesa de al lado alguien pidió un café con leche y dos medialunas; yo terminé mi vaso rojo. Rojo vaso rojo.
Cuando estaba por ordenar otra botella un reloj marcó las seis y diez, y realmente me descolocó. ¿Qué estaba ocurriendo? miré a mi alrededor en busca de respuestas, y sólo vi mesas vacías, un estudiante tomando un cortado y dos chicas tomando bebidas dietéticas. El resto de las personas había desaparecido.
Temeroso, acomodé mi muñeca izquierda sobre la mesa y estaba por correr el puño de mi camisa para espiar la esfera de mi reloj, cuando sentí que alguien se paraba a mi lado y decía:
_ No puedo creer que hayas llegado temprano- me dijo.
Yo la miré, y le sonreí.

Parado en un semáforo

Bocinas en una noche calurosa pueden significar muchas cosas: amigos persiguiendo al auto de los novios, un gol de Boca sobre la hora, la imperiosa necesidad de abrirle paso a una ambulancia, la decisión colectiva de ignorar a un semáforo que no cambia nunca de color (parece que nunca jamás cambiará de color); o tal vez la furia general hacia un hombre que se queda parado en la mitad de la calle cuando –por fin- ese semáforo ha decidido cambiar de color.

Yo soy ese hombre, y esas son sus bocinas.

Luz verde.

Cualquiera que sepa un poco de estadística sabe que el Universo se repite, y otros quizás lo ignoran pero lo intuyen; el resto toca sus bocinas. Y el Universo se repite porque el azar es malicioso y pretende confundirnos con ilusiones falsas de orden y lógica. Idiotas. He visto más lógica en las mesas de los casinos que en las crónicas de nuestros días. Subo las ventanillas.
El ruido de las bocinas comienza a molestarme.
Luz roja.
Tanto esfuerzo, tantos años de amor… tantos planes acordados.
Luz verde.
Y nosotros y nuestra estadística, esa necesidad de tener certeza, de saber que esto va a pasar y que aquello no nos va a pasar. Pero lo que no nos va a pasar nos pasa, a veces nos pasa.
Luz roja.
La gente comienza a bajarse de sus autos (los veo por el espejo retrovisor), otros siguen pegados a las bocinas. Son los que no saben nada de estadística. Luz verde. El 74% de los hombres volvería a casarse con la misma mujer; el 32% de las mujeres no se casaría con el mismo hombre,. es bajo ¿no?
Luz roja.
Los hombres son 6 veces más propensos que las mujeres a ser heridos por rayos. Las personas diestras viven un 10% más que las zurdas. Las probabilidades de morir en la calle unA herida de bala es de una en diez mil.
Luz verde.
¿Y dónde quedamos nosotros entonces?, los que observamos el orden y las leyes; la rutina, los semáforos. ¿Cómo seguir cuando, sólo por capricho, se vuelve a casa más temprano que lo acostumbrado y se encuentra a la mujer que uno ama, mostrándonos que pertenece a ese 32%? Y aquello se vuelve realidad, y nos pasa.
Pero maldición, ¡Aléjense de mi auto!¿ O no se dan cuenta que tengo un revolver?
¿Tan ciegos son?¿ Tanto les importa ese semáforo?
Al diablo con los semáforos, con la estadística y con los carteles de contramano y de stop. Mi rutina duró años (definió un orden), un día cambió porque si y todo se desmoronó.
Me pregunto si mi comportamiento no fue malicioso, si imitando al azar, no traicioné a mi mujer llegando temprano, quebrando su lógica, su certeza. Ella también era de las que tocaban la bocina…
¿Pero pueden creer que hay alguien que insiste con su bocina todavía?.
Voy a bajarme del auto.
Uno en diez mil, 32%: es de no creer la mala suerte de algunos.


El descanso

Se recostó en el césped, a unos pocos pasos de la reja del zoológico. Lentamente se quitó los zapatos y los miró unos segundos; el cuero resquebrajado parecía no poder aguantar por mucho más tiempo. En la punta de los pies, sus dedos jugaban libremente. Juntó las dos manos por debajo de la planta del pie derecho y comenzó a hacerse masajes con lentos movimientos circulares. Notó que tenía un nuevo callo, cerca del talón. Luego hizo lo mismo con el pie izquierdo. Cuando terminó, se incorporó y caminó unos metros por el césped. Sintió como sus tobillos eran acariciados por infinitos, verdes, finos dedos. Caminó unos metros más y volvió a recostarse.
En el cielo el sol brillaba indiferente, y alguna nube corría apurada por una brisa demasiado tímida; el otoño se negaba a llegar. Miró a través de los arbustos que se hallaban tras la reja, pero no vio a ningún animal.
De su bolso extrajo una botella y un pequeño paquete envuelto en papel color madera. Lo abrió cuidadosamente, desplegando el papel sobre el césped. Destapó la botella y bebió un poco de agua.
Tomadas de la mano, una abuela caminaba junto con su pequeña nieta. La chiquita lo miró divertida; le recordó a su hija.
_ Cuidado con ese vago, niña- dijo la abuela severamente, mientras apuraba el paso, y la cargaba en sus brazos. Cuando se alejaron unos metros, la chiquita giró, extendió su manita por encima del hombro de su abuela y lo saludó. El le devolvió el saludo.
Tomó el sándwich con una mano y comió un poco, mirando hacia los arbustos. Bebía de a pequeños sorbos, lentamente. Dejó lo que quedaba de sándwich sobre el papel, mientras veía a una cebra pasear cerca de la verja. Se quedó inmóvil, temiendo asustarla. La observó unos minutos. Un automóvil destrozó la calma, que se quebró como un cristal, y la cebra se alejó espantada. Bebió un poco más de agua.
Se miró nuevamente los pies, todavía le dolían. Tantas horas de pie lo habían agotado. A lo lejos, veía a la cebra. Creyó que ella lo miraba. Se incorporó y se acercó a la reja con el sándwich en la mano. Se quedó parado un largo rato, esperando. Finalmente la cebra se le acercó, tímidamente. Pudo alimentarla él mismo, mientras que con la otra mano le acariciaba el hocico. Se preguntó si sería negra con rayas blancas, o blanca con rayas negras.
Mientras la cebra comía y el la acariciaba, llegó corriendo un empleado del zoológico, gritando e insultándolo. La cebra se alejó al galope. Le dijo que estaba prohibido darle de comer a los animales, y con sus dos brazos le señaló un cartel; el hombre parecía estar trastornado. El cartel colgaba de la reja, delante de él. Era blanco con enormes letras de color rojo. El se disculpó. El empleado se marchó malhumorado. Se sintió afligido, y deseó que no le ocurriese nada malo al animal.
Una sirena sonó a lo lejos, indicando el comienzo del nuevo turno; le aguardaban otras ocho horas. Miró sus pies y suspiró. Se calzó, recogió el papel y lo guardó en su bolso. Mientras caminaba de vuelta hacia la fábrica le reconfortó saber que su hija ya hubiera aprendido a leer.
El cielo se hallaba ahora completamente despejado. Tomó otro poco de agua, tapó la botella y luego la guardó. Silbando un tango traspasó la puerta de la fábrica.
_ Negra con rayas blancas- pensó.


Despertar

Curiosamente dormí muy bien, y tuve un lindo despertar. Todavía no es la hora y puedo quedarme algunos minutos más en la cama, disfrutando de ese calor de sábanas que me lleva a mi infancia.
Soñé, y mejor aún, recuerdo el sueño. Yo tendría unos diez años y caminaba con mi padre por el campo, cansados y algo sucios: veníamos de cazar. Yo cargaba mi primera liebre y estaba orgulloso, y creo que mi padre también lo estaba. Un andar sereno pero sin pausa, la mano fuerte de papá sobre mi hombro, silbando juntos un tango que tanto le gustaba a mamá; volvíamos a casa.
Casi llegando, en la tranquera, la vieja nos esperaba nerviosa con Asunción, en sus brazos. Un poco de humo se escapaba por la chimenea, presagio de una cena deliciosa.
Me desperté antes de entrar a casa.
La sentencia espera, y será cumplida sin retrasos. En unos minutos más Pedro, mi carcelero, vendrá a buscarme. Después de tantas partidas de ajedrez y mates compartidos, creo que esto tampoco será fácil para él. Todavía queda un mate por conversar.
Desde mi celda puedo ver al sol espiando desde el horizonte, incendiando el trigo del campo -(¡Hoy podría ser aquel día de caza!).
El canto de un gallo se repite en el aire.
Y yo, tengo ganas de llorar.

El astronauta

Esta es la historia del astronauta que quedó olvidado en la Luna. Después de una caminata lunar sus compañeros soviéticos, presurosos de volver a la Tierra, cerraron la escotilla y despegaron sin mirar atrás. Inútiles fueron sus chillidos, que rebotaron contra el vidrio de su casco.
A lo lejos, el Sol comenzaba a aparecer por detrás de la Tierra, justo por donde alcanza a divisarse la Gran Muralla. Emocionado por este espectáculo, supo que en esa imagen se le iba la vida. 
Sin más nada que esperar, ya que ni en Dios creía, decidió hacer los que pocos pueden: disfrutar del momento.
Se quitó el casco, las botas y el inflado traje; tomó aire, y así, completamente en pelotas, se embarcó en la mejor caminata lunar de la historia.

La gitana

Esta es la historia de una gitana. Aros enormes, ojos negros, de pelo negro también, casi azul. 
En un rincón de España, en una taberna, adivinaba la suerte. Eficaz, implacable, certera, inevitable. 
Un día junté valor y me senté a su mesa, le mostré mis manos y le hice la pregunta definitiva. 
La lectura no fue fácil. Primero me dijo que sí. Después me dijo que no.
Y las dos veces se equivocó.

Jugar con un perro

Jugar con un perro no es únicamente jugar con un perro. Es volver a ser chico, es recordar a nuestro perro, es escuchar a mamá en la cocina retándome por estar todo sucio.
Es olvidarse del trabajo, de los años y los enojos; es sentir como se siente ser simple.
Jugar con un perro es asombrarse de su inteligencia, de su fuerza, de su cariño.
Jugar con perro puede ser eso y mucho más; quizás es permitirnos volver jugar, sentirnos acompañados, o tan sólo una buena excusa para recordar los retos de mamá.

La bala perdida

Esta es la historia de una bala perdida. Había sido disparada en una noche agitada, en un oscuro cabaret de una ciudad pesquera. El alcohol, y la mala puntería decidieron que su destino no fuera el corazón de la mujer morena, sino la ventana. Un cristal roto y después... la libertad; el roce con la oreja de un gato desvió su trayectoria hacia el cielo, y la ubicó en las calles, donde es más útil.
En alegres festejos de Año Nuevo y victorias en mundiales, se camufló entre petardos y cañitas voladoras. Hirió a un policía -la bala entró y salió, explicó el médico después- rompió el reloj de la Iglesia, y poco a poco, su altura comenzó a descender, como sucede con los viejos. 
Pero gracias a los vientos huracanados, pronósticos de profecías, su velocidad aumentó. La bala volaba entre la gente, con ánimos renovados y ganas de dar en el blanco. Su velocidad crecía, y crecía. Cuando los vientos comenzaron a menguar, junto con sus fuerzas, la bala divisó el cabaret. Bajó por las escaleras, giró al llegar al baño y, con el útlimo suspiro, penetró en la carne de la morocha, robándole los latidos de su corazón.
Esto se los cuento para que aprendan. No se confundan... no hay balas perdidas.

El Faro

Lo único que él siempre tuvo claro era que quería construir un faro flotante. Durante  muchos años se dedicó a esta laboriosa tarea, digna de gigantes. Y un día, porque todo llega, el faro flotante estuvo terminado.
En una ceremonía íntima, él y su atormentada alma bautizaron al faro con una botella de champagne finlandés. Al amanecer, comenzó su venganza en forma de travesía: durante largas noches guiaron a los barcos de Su Majestad hacia campos de corales  y tormentas eléctricas.  Los marineros desconcertados se lanzaban al agua, enloquecidos por este faro que aparecía y desaparecía, y que cambiaba su ubicación según un oscuro capricho.
Por mucho tiempo el faro se encargó de guiar a las embarcaciones hacia los más profundos abismos, engañandolos con una promesa de tierra firme. El mismo había sido antes embaucado con falsas promesas de destinos mejores, de paraísos venideros.
Ese fue el verdadero faro del fin del mundo.

El enamorado

Esta es la historia de un pájaro que no quería volar. 
Cansado de surcar los cielos persiguiendo a su amada, sólo ansiaba unos brazos fuertes, capaces de abrazarla y retenerla para siempre junto a él.
Con la ayuda del Gran Dios Pájaro se hizo realidad su tan ansiado deseo: sus alas perdieron las plumas y se convirtieron en brazos ágiles y fornidos. Enloquecido de alegría, miró al cielo y le llamó a su amada, esperándola con sus brazos abiertos. 
Pero la amada no fue en su busca; planeando bajo lo miró con desprecio y con dos rápidos aleteos se remontó en un vuelo inalcanzable.
Sin alas, rojo de furia, el pájaro decidió recuperar a su amada. Tomó una rama, un elástico, una piedra,  y la bajó de un ondazo.
La apoyó delicadamente sobre el cesped, lavó sus heridas, la desnudó, y luego  le preparó un vestido de polenta. Después  se sentó a la mesa, disfrutó del plato y antes de levantarse, coronó la ceremonia alzando una copa de vino tinto a su salud. 

jueves, 25 de febrero de 2010

Alguien que conocí

En el octavo piso de esta planta baja vive un caballero valiente que no come aceitunas y bebe mucho gin.
Es enemigo de los fieles amigos de los amigos de sus enemigos. Toca muy bien la trompeta y tiembla de emoción con el boxeo y con la Garbo.
Hace tiempo él amó mucho y no lo amaron. Luchó mucho, y perdió. Su historia es una historia muy triste, y cuando él la cuenta rodeado de los amigos de sus amigos y de los enemigos de sus enemigos, la cuenta entre risas, suspiros y ningún arrepentimiento. Es que él es un caballero muy valiente.
Cuando está aburrido se divierte haciendo llover, y no para hasta que la vecina le dice que se le está inundando el toillet (su vecina es gallega, pero nació en París, y se niega a pronunciar una palabra tan poco chic como baño). Hace poco, luego de mucho tiempo, consiguió lanzar un relámpago contra el barrilete de un científico (luego los historiadores dieron vuelta la historia, as usual, y el científico se hizo famoso).
Llora de emoción cuando ve películas de Buñuel, y se pone de pie cuando escucha La Marsellesa –por respeto, aclara-.
Es amigo de mi abuelo, aunque no se hablan nunca, y almuerza en casa cada tanto.
Nunca lleva dinero encima, lo sigue siempre su perro y camina con un bastón.
Algunos dicen que es millonario.