Se recostó en el césped, a unos pocos pasos de la reja del zoológico. Lentamente se quitó los zapatos y los miró unos segundos; el cuero resquebrajado parecía no poder aguantar por mucho más tiempo. En la punta de los pies, sus dedos jugaban libremente. Juntó las dos manos por debajo de la planta del pie derecho y comenzó a hacerse masajes con lentos movimientos circulares. Notó que tenía un nuevo callo, cerca del talón. Luego hizo lo mismo con el pie izquierdo. Cuando terminó, se incorporó y caminó unos metros por el césped. Sintió como sus tobillos eran acariciados por infinitos, verdes, finos dedos. Caminó unos metros más y volvió a recostarse.
En el cielo el sol brillaba indiferente, y alguna nube corría apurada por una brisa demasiado tímida; el otoño se negaba a llegar. Miró a través de los arbustos que se hallaban tras la reja, pero no vio a ningún animal.
De su bolso extrajo una botella y un pequeño paquete envuelto en papel color madera. Lo abrió cuidadosamente, desplegando el papel sobre el césped. Destapó la botella y bebió un poco de agua.
Tomadas de la mano, una abuela caminaba junto con su pequeña nieta. La chiquita lo miró divertida; le recordó a su hija.
_ Cuidado con ese vago, niña- dijo la abuela severamente, mientras apuraba el paso, y la cargaba en sus brazos. Cuando se alejaron unos metros, la chiquita giró, extendió su manita por encima del hombro de su abuela y lo saludó. El le devolvió el saludo.
Tomó el sándwich con una mano y comió un poco, mirando hacia los arbustos. Bebía de a pequeños sorbos, lentamente. Dejó lo que quedaba de sándwich sobre el papel, mientras veía a una cebra pasear cerca de la verja. Se quedó inmóvil, temiendo asustarla. La observó unos minutos. Un automóvil destrozó la calma, que se quebró como un cristal, y la cebra se alejó espantada. Bebió un poco más de agua.
Se miró nuevamente los pies, todavía le dolían. Tantas horas de pie lo habían agotado. A lo lejos, veía a la cebra. Creyó que ella lo miraba. Se incorporó y se acercó a la reja con el sándwich en la mano. Se quedó parado un largo rato, esperando. Finalmente la cebra se le acercó, tímidamente. Pudo alimentarla él mismo, mientras que con la otra mano le acariciaba el hocico. Se preguntó si sería negra con rayas blancas, o blanca con rayas negras.
Mientras la cebra comía y el la acariciaba, llegó corriendo un empleado del zoológico, gritando e insultándolo. La cebra se alejó al galope. Le dijo que estaba prohibido darle de comer a los animales, y con sus dos brazos le señaló un cartel; el hombre parecía estar trastornado. El cartel colgaba de la reja, delante de él. Era blanco con enormes letras de color rojo. El se disculpó. El empleado se marchó malhumorado. Se sintió afligido, y deseó que no le ocurriese nada malo al animal.
Una sirena sonó a lo lejos, indicando el comienzo del nuevo turno; le aguardaban otras ocho horas. Miró sus pies y suspiró. Se calzó, recogió el papel y lo guardó en su bolso. Mientras caminaba de vuelta hacia la fábrica le reconfortó saber que su hija ya hubiera aprendido a leer.
El cielo se hallaba ahora completamente despejado. Tomó otro poco de agua, tapó la botella y luego la guardó. Silbando un tango traspasó la puerta de la fábrica.
_ Negra con rayas blancas- pensó.
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