viernes, 26 de febrero de 2010

Como abrazado a un rencor

El reloj de arena observa el principal mandamiento de todo reloj: mortificar a los hombres. La necesidad de medir el paso del tiempo responde simplemente al vértigo masoquista que produce el alejamiento de los orígenes, como el que sienten los astronautas cuando están lejos de la Tierra, o el de los marineros en altamar. Festejar el cumpleaños es uno de los pocos  actos de superstición que sobrevivió a la modernidad sin el amparo de una religión. Se festeja aquello que tememos. Las velas que soplamos son los fósforos que vamos quemando y que negamos guardar en la cajita. Esa arena que cae en el reloj es el tiempo escurriéndose por nuestras manos, inasible. El reloj lastima nuestra alma, clavándole espinas bajo las uñas. Por eso yo tampoco uso reloj, porque medir el paso del tiempo es medir nuestra muerte. Sí, el reloj de arena también  cumple con ese cometido. Pero el reloj de arena, bastardeado por el backgammon y otros juegos de mesa, tiene una virtud, una pequeña e invalorable ventaja sobre sus familiares: su misericordiosa tregua. En algún momento la arena deja de caer, y el tiempo se detiene.
El bar de la calle Rodney existe. Lo vi hace algunos años, mientras viajaba en un colectivo rojo hacia algún lugar de la Capital. Está en una esquina, sobre una de las calles que bordea el cementerio de la Chacarita, tal cual lo dice la canción de La Portuaria. Recuerdo que al verlo sonreí, me alegró que existiera, y  es quizás una estupidez porque esa verdad no hace más linda la canción, lo sé, pero en cambio ubica al bar en la frontera con lo irreal.  Sé, también, que existen muchos otros bares con canciones en su honor, pero eso no me importó en ese momento; lo cierto es que  ese día a bordo del colectivo rojo me alegré cuando lo vi, y  ahora  un taxista o aprendiz de taxista o un taxista improvisado, me lleva rumbo a ese bar. No se bien por que hago esto. Joaquín me diría, como a uno de sus pacientes, que en realidad voy en busca de ese muchacho que miraba el bar a través de la ventana del colectivo rojo, o alguna pavada por el estilo que suene más o menos creíble. Mejor no  pensar mucho las decisiones, termina siendo una gimnasia que se inmiscuye en mi inconsciente y que sabotea aquellos actos que me resultan difíciles de enfrentar. Así es, los impulsos dan aire fresco a nuestras vidas. Quizás también por eso las mejores  noches son las que surgen por casualidad, sin planearlas demasiado. Salir a la calle y mirar para las dos esquinas, y elegir cualquiera.
Cuando entré al bar me invadió el escepticismo. Es un bar con televisión encendida. Después de algunos años aprendí a identificar los lugares en donde las cosas suceden, donde las mujeres están receptivas y la noche comienza en cualquier momento. Este no parece ser uno de esos lugares. Las mesas que dan a la calle están ocupadas, y los únicos lugares libres en la barra son los que están frente a la caja. Me ubico entonces en una mesa libre que está a tres o cuatro metros del centro de la barra y pido un whiskey. Es un ambiente ruidoso, y hay olor a vino en el aire. Lógico. El lugar está lleno de hombres emborrachados que hablan a los gritos y ríen desaforadamente, alentados por el vino de la casa que en forma inverosímil se sirve en unos pingüinos de cerámica marrón. Hay pocas mujeres en el bar, y la mayoría está en pareja. Tres divorciadas festejan su soltería en un mesa en el rincón del fondo, cerca de la puerta lateral, y dos chicas se hacen las interesantes en la barra, fumando compulsivamente. Se acerca el mozo balanceando sobre su cabeza una bandeja plateada con la botella de whiskey y un vaso con hielo. Deja la botella en la mesa y cuando va a servir la medida le digo:
 _ Sin hielo –el mozo me mira uno segundos mientras yo enciendo un cigarrillo, pone el vaso de vuelta en la bandeja y da media vuelta y se va, mostrándose molesto por el nuevo viaje hacia la barra.
Algo de la Chacarita se filtra a través de las ventanas y las paredes de este bar, como si el perfume de todas las mujeres fuese de claveles; o todo se tratara, en realidad, del festejo de una muerte. Siento que en este lugar todos son viudos y viudas que fingen no serlo, como descansando por un rato de esa pesada carga.
Vuelve el mozo con el vaso vacío, lo apoya sobre la mesa y me sirve una medida mientras me mira. Cuando termina de servir, y está yendose, suelto :
 _ Y dejame la botella –el mozo deja la botella en la mesa, y retrocede mordiéndose los labios para dar después media vuelta y volver a la barra.
El whiskey me tranquiliza, me saca los nervios y me da lucidez. Tomo dos o tres vasos y mis pensamientos fluyen mientras miro a la barra, a esas dos chichas, y me acuerdo del Zurdo y su teoría:
 _ Cuando son dos –decía el Zurdo- tenés que fichar primero a la más fea. En serio, a la más fea –aseguraba.
 _ Como la amiga se sabe más linda, le va a hacer gamba a la fea que por fin se le da –explicaba entusiasmado.
 _ Entonces –continuaba- le hacés el entre a la fea como para que se forme una conversación de a tres. Después de a poco le empezás a dar bola a la otra, a la más linda. De a poco, sin abandonar a la fea –dice mostrando las palmas de las  manos, como pidiendo calma.
 _Y después ya sí –remataba- una vez que le caiste bien a la linda, a la fea no le das más bola. Listo. Las feas saben bien quién está más arriba en el ranking de la belleza. Las lindas también. –decía- Es como un pacto instintivo que domina sus relaciones y desmaterializa los conflictos que pudiera causar esa derrota en el campo del amor. La presencia de la fea estimula inconscientemente a la linda a cumplimentar la conquista sexual –proseguía- facilitando así el levante –terminaba el Zurdo con una sonrisa igual a la  de un profesor cuando termina la demostración un largo teorema matemático.
El Zurdo tiene mucha teorías. Yo no sé si son todas ciertas, pero sé que algunas sí funcionan. Y a Julieta me la levanté siguiendo un consejo del Zurdo. Y Julieta fue la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
 _ No vaciles –me dijo una noche, mientras meábamos en el baño del bar. Apretó después el botón para que el agua cayera en el mingitorio, se dio media vuelta y se fue.
Ese mismo consejo después lo escuché varias veces.
Así que termino mi vaso de whiskey, y me sirvo otro. Me levanto y me acerco a las dos chicas de la barra.
 _ Hola, soy Martín – les digo, mirando a la fea.
Nada más fácil que seducir a mujeres que quieren ser seducidas. La receptividad. La maravillosa receptividad.
 _ Esa actitud femenina de predisposición para el encuentro –define como un docto Joaquín cuando alguien es introducido al tema.
La fea es fea. Ni siquiera es fea: es fofa. Medio gordita, rubia, de risita nerviosa. Y la linda es linda y no mucho más, no le sobra nada tampoco.
Conversamos animadamente, mientras fumamos y bebemos de la botella de whiskey que traje de la mesa.  Hace un rato le toqué la mano a la fea. El contacto de manos es importante. Lo segundo en importancia después del contacto visual.
 _ ¿No tomaste mucho vos? –me pregunta la fea mientras me sirvo otro trago. Y me hago el gracioso, y le digo:
 _ Que le hace una lancha más al Tigre.
Y se ríen. No se si me entienden, pero se ríen. Y la rubia me mira callada, y se ríe mirando el fondo de su vaso. Puedo ser encantador cuando me lo propongo. La fea me mira con cara de boba y asiente. Está fascinada conmigo. Es hora de comenzar a piropear a la linda.
Pasa el tiempo y me siento estancado. Los temas se agotan. Me aburro. Y decido llevar la conversación hacia discusiones picantes. Y la fea se sonroja, y la linda sonríe callada. Ya le guiñe un ojo a escondidas de la fea. Y sé que me vio, porque sonrió callada de nuevo. La fea está borracha, debe estar buscando coraje para lo que cree puede ser una noche de romance. Tengo ganas de que todo se termine de una vez, de dejar de fingir y decirle a la fea que se vaya de una buena vez, que no moleste más.
De repente la linda se levanta y se va al baño, y nos deja solos. Y noto que la fea me está mirando fijo a los ojos. Tiene una cara de boluda bárbara con intenciones de seducción. La situación me resulta insostenible, estoy podrido. Nos quedamos callados. Yo mirando el fondo de mi vaso, sintiendo la mirada de ella sobre mi frente, esperando que vuelva la otra.
Empiezo a dudar. Creo que no fue al baño. Se fue con la cartera. Sí, para mi que la mina se fue para dejarme solo con la amiga. Es una trampa. 
Me doy cuenta que no quiero esperar más, y prefiero terminar con esto, y le pregunto en voz baja:
 _ ¿Vos me harías un favor enorme? –me escucha con atención, y sonríe con curiosidad, y pregunta
 _ ¿Qué cosa?
 _  La verdad que me encanta tu amiga –le digo casi sonriendo- no sé..¿me darías su número de teléfono para invitarla a salir?  -la mina se me queda mirando con la sonrisa congelada. Y  en sus ojos puedo ver que está a punto de quebrarse, como si sintiera que le quité todo, y se levanta, y toma el resto de whiskey que le queda en el vaso y se me acerca al oido y me susurra:
 _ Vos sos un hijo de puta.
Apoya el vaso en la barra, agarra la cartera y se va del bar. Algunos tipos que están cerca me miran en silencio. Yo miro para la barra y  busco mi vaso. El mozo se acerca para dejarme la cuenta, cuando me la quiere entregar le digo:
 _ Traeme hielo – doy media vuelta, y le doy la espalda, y apoyo los codos sobre la barra.
Es cierto. Soy un hijo de puta.
Pero no siempre soy así. En mi la tristeza provoca maldad. Y me pregunto que hago yo metido acá esta noche. ¿Cómo llegué a sentirme así? ¿Qué están haciendo los años conmigo? Me incorporo, me doy vuelta, y miro mi imagen en el espejo que está detrás de la barra. Me apoyo sobre el codo izquierdo y levanto mi vaso vacío.
 _ Feliz cumpleaños, Martín –le digo a mi imagen.
Vuelve el mozo con el hielo.  Me sirvo un whiskey y le doy un trago y lo saboreo mientras el mozo espera impacientemente que le pague la cuenta. Es tarde y quiere irse. Siento que está al borde de estallar. Termino el vaso, y lo dejo vacío sobre la barra. No le puse hielo. Le doy dos billetes, y espero el vuelto, lo cuento, y lo guardo en la billetera. Alargo la espera. Cuando está punto de irse, saco cincuenta pesos y se los doy como propina. El tipo me mira confundido, pero enseguida su rostro se transforma y me sonríe, e inclina un poco la cabeza, y me agradece:
 _ Gracias, muchas gracias –dice, y se aleja hacia la caja. Un enojo de cincuenta pesos.
Me da lástima. Me paro tratando de no perder el equilibrio. Estoy aturdido. Quiero salir de este lugar despreciable repleto de enojos baratos. Camino tres pasos, empujo la puerta, salgo a la calle, y me subo a un taxi. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se me ocurre que sos una persona oscura, tóxica, con mucho mambo por resolver.

L.

ps: ser/estar, quizás no lo seas, y sólo estás en un momento así.