Entré al bar a las ocho en punto, sabiendo que ella ya se había ido. Hacía mucho frío y yo estaba hambriento, así que busqué rápido una mesa vacía y luego me desplomé sobre la silla. Me quedé así unos minutos, sin siquiera mirar el menú; estaba agotado, había tenido un día infernal. En otras mesas ya estaban cenando y el olor de la comida me dio aun más ganas de comer. Había pocas mesas desocupadas, y los mozos corrían hacia la cocina, llevando las bandejas repletas de platos y botellas.
Afuera anochecía.
Llamé al mozo, ordené unos tallarines y encendí un cigarrillo. Esperé el plato saboreando un vino tinto que me habían recomendado esa misma tarde en la oficina. Era un rico vino. Pronto pedí otra botella; mis tallarines tardaban en llegar. Seguía pensando en ella, y decidí escribirle una carta justificando nuestro desencuentro que sentía que podía ser el último (habíamos quedado en encontrarnos en ese bar a las seis), El vino me había inspirado y la pluma corría rápidamente por el papel. Habíamos planeado tomar un café juntos, acordando casi una especie de reconciliación…Pero yo me demoré en el centro (siempre me demoro en el centro) y ella debió haberse cansado de esperarme… No debí retrasarme; hay ocasiones en las que uno no debe equivocarse. Sentía que esta vez no tenía arreglo.
Cuando el mozo finalmente se acercó a mi mesa ya casi no tenía hambre; el alcohol y la angustia me la habían robado. Pero los tallarines tenían tan buen que terminé acomodando mi servilleta sobre mis piernas, y me serví otro vaso de vino. Le hice un comentario al mozo sobre la tardanza y no me contestó, pero me miró extrañado. Cuando comencé a servirme noté que su reloj marcaba las siete y veinticinco, y comprendí que la puntualidad no era una de las virtudes del lugar. Probé los tallarines, eran casi tan ricos como los de mi casa.
Mientras comía con ganas continué escribiendo. Cada tanto releía las líneas y las corregía, tachaba y reescribía, aunque sabía que era inútil, pero no me importaba; lo valioso era el intento. Luego de terminar mi plato encendí con placer otro cigarrillo. En la mesa de al lado alguien pidió un café con leche y dos medialunas; yo terminé mi vaso rojo. Rojo vaso rojo.
Cuando estaba por ordenar otra botella un reloj marcó las seis y diez, y realmente me descolocó. ¿Qué estaba ocurriendo? miré a mi alrededor en busca de respuestas, y sólo vi mesas vacías, un estudiante tomando un cortado y dos chicas tomando bebidas dietéticas. El resto de las personas había desaparecido.
Temeroso, acomodé mi muñeca izquierda sobre la mesa y estaba por correr el puño de mi camisa para espiar la esfera de mi reloj, cuando sentí que alguien se paraba a mi lado y decía:
_ No puedo creer que hayas llegado temprano- me dijo.
Yo la miré, y le sonreí.
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