Estaba cansado y deseoso de darme un baño que me quitara de la piel el día vivido. Bajé unos centímetros más la ventanilla; en la radio un, alguien, enumeraba las características del tango, y hablaba del dos por cuatro, de la argentinidad y de la poesía arrabalera. Un pelotudo. ¿Quién en Buenos Aires necesita que le expliquen qué cosa es el tango? Apagué la radio y tiré el cigarrillo por la ventana. El silencio fue un alivio. Doblé por Esmeralda buscando un lugar donde estacionar. Una pareja cruzaba la calle, se los veía bien vestidos, iban al cine, al teatro tal vez. En la esquina, tres tipos conversaban en la entrada de un kiosco. El semáforo cambió a rojo, pisé el freno, esperé unos segundos y miré por el espejo: los tres tipos caminaban al encuentro de la pareja. Sentí un poco de pena por la pareja y su accidentada salida de fin de semana. El verde del semáforo me dio paso, y seguí mi camino rumbo a Libertador.
Me sorprendieron las primeras gotas sobre el parabrisas, la luna todavía iluminaba la ciudad desde lo alto. No había sospechado que iba a llover esa noche. Doblé en Libertador, y crucé Callao rumbo a mi departamento; unas cuadras antes de llegar sonó mi teléfono, atendí y luego de un segundo se cortó la comunicación. En la vereda de enfrente a mi edificio, casi en la esquina, había un auto estacionado con los vidrios levemente empañados. Me bajé del auto, saludé al portero de mi edificio, le di las llaves y apresuré el paso tratando de escapar de la lluvia. Fui hacia la recepción a saludar al guardia; me dijo que había recibido correo y que, si me parecía bien, a las 8.30 el servicio de limpieza iba a ir a mi departamento. Le dije que si. Mientras esperaba que el guardia me trajera la correspondencia, a través de la puerta de vidrio del edificio, vi a un hombre que cruzaba la calle protegiéndose de la lluvia con un paraguas. Vestía un saco de cuero negro, pantalones rectos y botas tejanas. No alcancé a verle la cara. Pronto el guardia regresó con un paquete en la mano. Estaba forrado en un papel metalizado, y envuelto con un gran moño verde. Le pregunté quién lo había dejado, dudó unos segundos y me dijo que no sabía, que cuando él comenzó su turno el paquete estaba en su escritorio con una tarjeta a mi nombre. Me estaba mintiendo. Le agradecí. Tomé el paquete, y caminé por el pasillo rumbo al ascensor. Piso treinta, dije secamente. Mientras el ascensor subía me pregunté quién podría saber que ese día era mi cumpleaños.
Desconecté la alarma, abrí la puerta de mi departamento y encendí las luces. Todo parecía estar en orden. Dejé el paquete sobre la mesa. Encendí los televisores y seleccioné el canal de vigilancia del edificio, afuera seguía lloviendo. Fui a la cocina y me serví un vaso con agua helada. Caminé por el pasillo hasta mi cuarto, me desvestí, dejé el revolver sobre la mesa de luz, y tomé la primera versión de Glenn Gould de “Las Variaciones de Goldberg”. Encendí el equipo de audio y sentí al piano dominando la habitación, el ambiente, el espacio todo. Subí el volumen; no era suficiente, lo subí un poco más. Caminé hacia el ventanal, lo abrí de completamente y sentí al viento y a la lluvia acariciando fríamente mi desnudez. Salí a a la terraza y me zambullí en la pileta. El agua caliente me envolvió. Nadé unos metros hacia el otro extremo de la pileta., miré hacia arriba y vi a la luna iluminando a la lluvia que caía en diagonal. Las Variaciones fueron ideadas para sosegar al espíritu; en ese momento, flotando desnudo en el agua, con las gotas cayendo sobre mi cara y sobre mi pecho, pude sentirme en paz. Nadé nuevamente hacia el otro extremo, salí de la pileta, entré en mi habitación y cerré el ventanal. Por el televisor vi a una mujer alta esperando junto a la puerta. Parecía que iba a parar de llover.
Fui hacia el vestidor, mientras elegía los calzoncillos me miré al espejo: estaba en buena forma; un dejo de satisfacción empaño el vidrio. Elegí los boxer negros. Me cubrí con una bata de seda negra, apagué la luz del vestidor, y volví a mi habitación. Tomé el revolver de la mesa de luz, le quité las balas, el tambor, y comencé a limpiarlo. Tardé poco menos de 5 minutos; era un 357 Smith & Weson, de seis tiros, fabricado con una aleación de titanio y niquel, que garantiza la mejor combinación de peso, estabilidad y precisión; utiliza balas 38” y 38” especial. Lo cargué, me puse de pie apuntando hacia la ventana y le apunté a mi reflejo. Tuve ganas de disparar.
Fui al living y apagué el equipo música. Las Variaciones me habían saturado. Me serví un whiskey doble, sin hielo. Lo tomé de un solo trago. Me serví otro, y en un único y armonioso movimiento lo llevé a mi boca y luego lo dejé vacío sobre la mesa, al lado del paquete con el moño verde. Me senté en el sillón, tomé el control remoto y cambié de canal. Un psicólogo hablaba sobre la paranoia; lo escuché un largo rato, parecía un político hablando sobre la pobreza, dando explicaciones brillantes sobre cómo hacer esto y lo otro. Son todos charlatanes, gente que nunca trabajó en serio, buenos para nada. Cambié de canal seis o sietes veces seguidas. Nada para ver. Apagué el televisor, y dejé caer el control remoto al piso.
Entonces recordé el regalo, el paquete con ese moño verde de tan mal gusto. ¿Quién me lo habría mandado? ¿Cómo supo que ese día era mi cumpleaños? Era un paquete casi del tamaño de un televisor de 29” . El guardia no me había querido decir quién lo había dejado…ya iba a hacer que me lo dijera cuando lo viera al día siguiente.. Por precaución, decidí no abrirlo.
Me paré, me acomodé la bata y fui a mi habitación. Abrí un poco la ventana. Seguía lloviendo. Al darme vuelta, en el televisor de mi cuarto vi al hombre del paraguas parado en la vereda de enfrente al edificio, solo que esta vez no tenia el paraguas, aunque seguía lloviendo. ¿Qué clase de hombre deja de usar un paraguas en medio de la lluvia? O se usa, o no se usa un paraguas; con las armas es lo mismo. Ahora llovía más fuerte.
De lo profundo de mí surgió un extraño presentimiento, una sospecha: había una relación entre ese regalo que estaba sobre mi mesa, y ese hombre que vigilaba mi edificio desde la vereda de enfrente. Pero, ¿por qué ya no se cubría de la lluvia con el paraguas? Los paraguas son enemigos de la acción; debía sin dudas estar esperando algo, preparándose para actuar, de alguna manera. El paquete sobre mi mesa entraba en esta ecuación, de una forma que hasta ahora no había podido descubrir.
Miré nuevamente el televisor, y el hombre seguía allí, parado, con las manos en los bolsillos de su saco de cuero que debía estar arruinándose bajo esa lluvia torrencial.¿Por qué demonios no se cubría con su paraguas? Recordé la extraña llamada a mi teléfono celular segundos antes de llegar al edificio, el paquete con el moño verde, la mentira del guardia, las idas y venidas de este asesino en la vereda de enfrente.
Tomé el revolver, desconecté la alarma, abrí la puerta y llamé al ascensor. El viaje hasta la planta baja se hizo eterno. Las puertas se abrieron, y salí casi corriendo del ascensor rumbo a la calle. En el camino se soltó el cinturón de mi bata, que comenzó a flamear mientras corría.. No me importó.. Al pasar por la puerta el guardia se paró de su silla preguntando que pasaba, giré sobre mis talones y le apunté a la frente con mi revolver.. En el espejo del hall pude verme con la bata abierta, el torso desnudo, descalzo y en calzoncillos, amenazando con un revólver a ese mentiroso.
_ Quedate quieto -le dije- ahora cuando vuelva, vos y yo vamos a hablar.
Afuera, en la vereda de enfrente, apoyado contra la pared, el hombre de negro continuaba observándome..
Salí del edificio, le quité el seguro al revólver, y crucé la calle..
3 comentarios:
Gracias por la invitación. Sabés que me gusta leerte. Un beso.
No me digas que termina ahí! Vamos, Looncito...
Es un reclamo generalizado, me ayudas proponiendome un final alternativo, N?
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